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domingo, 12 de agosto de 2012

Relatos Por Enrique Pinti

Cambalache

Relatos

Por Enrique Pinti | Para LA NACION
Se habla tanto en estos tiempos de los relatos que algunos gobiernos arman para maquillar la realidad y brindar una imagen distinta a la verdad que uno no puede menos que puntualizar que el recurso ni es nuevo ni es privativo de un país.
La tendencia nacional ha sido y sigue siendo descubrir la pólvora cada día y creer a pie juntillas que esas cosas sólo pasan acá. El hecho de que hayan ocurrido y ocurran en otras latitudes no exime de culpa a los que practican esa fórmula puertas adentro, y es muy razonable pensar que la prioridad es ocuparse de la propia casa sin estar tan pendientes de la del vecino. Pero eso no quita analizar los supuestos paraísos extranjeros que surgirán al cabo de un análisis objetivo basado en hechos concretos de la historia que nuestra frágil memoria olvida y que no transmite a las nuevas generaciones, para que los jóvenes no se dejen embaucar y no cometan el error de encerrarse en un limitado espacio interno maldecido e indeseable, idealizando peligrosamente otras realidades.
Todos los gobiernos, sin excepción, relatan sobre la base de problemas reales y conflictos tangibles una versión oficial de esos sucesos. Un pueblo culto e importante como el alemán, rodeado y acorralado por una hiperinflación real y desesperante después de la derrota militar sufrida en la Primera Guerra Mundial, no vaciló en creer y adherir fanáticamente al discurso de Hitler y plegarse masivamente a creer que la recuperación económica, y sobre todo social, dependía de la eliminación total de la colectividad judía, a la que se le cargó con la culpa de la especulación y la ruina económica. Se agregó a este disparate la proliferación de una teoría que buscaba en la pureza de la raza aria la regeneración basada en los ancestros de aquel Sigfrido y aquellas Walkirias wagnerianas. Visto en perspectiva parece inexplicable que las masas y también las élites de ricos y poderosos nobles hayan aceptado esa teoría que, evidentemente, atesoraban en su inconsciente colectivo y sólo esperaban la chispa de locura patriotera que encendiera la hoguera del desastre. Creyeron en ese relato y sólo el horror de una nueva derrota militar, las ciudades arrasadas, la pobreza y la culpa por el exterminio genocida de millones de víctimas lograron despertarlos de lo que creyeron un sueño de grandeza y que sólo fue la pesadilla de la sinrazón. Lo mismo pasó con los italianos que asociaron la grandeza del Dante y la lucidez de Galileo Galilei con la caricatura patética de Mussolini, que se autotituló Duce, renovando los brillos del imperio romano y de la Venecia ducal.
La lista es larga e incluye a Stalin con su comunismo de hierro, proclamándose demócrata y sometiendo a su pueblo a la más tremenda negación de la libertad.
Pero también las grandes potencias democráticas basadas en constituciones progresistas de respeto, tolerancia y pluralismo ideológico, con enunciados muy explícitos acerca del derecho individual e inalienable de la libertad de expresión, han pasado por períodos oscuros como el macartismo o la segregación racial en Estados Unidos, y también han sostenido estas posiciones y otras justificando guerras costosísimas en dinero y sacrificio de vidas con relatos que tenían que ver mucho más con el petróleo que con la defensa de las democracias. Y contradictoriamente algunos de sus gobernantes han tenido buenas relaciones con las dictaduras de Oriente y de América latina.
¿Cómo se llega a esto? Con relatos, con habilidad mediática y con pueblos que se lo crean y se lo traguen sin pensar.
Por eso nunca debemos archivar nuestra memoria en la comodidad de la masificación o en el error de sacralizar o demonizar tal o cual política. La reflexión se impone a los que viven y están en edad de hacer algo, y el relato objetivo será para los que ya en una tercera edad pensante aporten datos concretos, a favor o en contra, sin fanatismos ni hablando por boca de ganso, sino a través de lo que vivieron y vieron vivir.

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